lunes, febrero 14, 2011

M#23 La callecita de la bronca

Escribir para sacarse algo de encima, escribir para aplazar la muerte... Estuve en silencio un buen rato, pero ahora no, aunque el único sonido sea el de los dedos en el teclado. Este es el otro lenguaje de sordos.
Hace unos tres o cuatro años que manejo en la ciudad. Y hoy me tocó odiar a alguien en el tránsito. Odiarlo de verdad.
Me levanté tan cansada y tantas cosas para hacer! Tuve que salir de improviso con el auto, acompañar a mi marido a un trámite y luego lo dejé en un bar donde tenía una reunión de negocios entre cervezas. Me fui al súper y gasté más plata de la que había pensado, lo cual no me dejó de buen humor, como algunos habrán pensado, sino de pésimo humor. Es lo que pasa cuando pagamos muy caro por algo que no estamos seguros de que sea realmente necesario. Una compra dudosa. O estúpida. Y sólo un peso de vuelto.
Al volver, a media cuadra de distancia de mi casa, un viejo que iba en el coche de adelante decide parar en diagonal en una esquina comiéndose el cordón con la rueda de adelante y obstruyendo la calle con la cola del auto. Yo quería doblar en esa esquina, carajo. Bocina.
-¡Si puse la baliza es que voy a parar! –dijo, soberbio y muy pancho bajándose del auto.
-¡Pero no podés parar en cualquier lado! Con o sin baliza! ¡Mirá como dejás el auto! ¡Y tenés lugar! –dije moviendo el coche a la derecha para poder salir del corralito en que me dejó.
-¡Vas a chocar, vas a chocar!
-¡Qué voy a chocar! ¡Si yo tengo razón!
Entonces puse el freno de mano y me bajé. Su pretendidamente sabia vejez y masculinidad me molestaron. Y le grité. Y me gritó. Y le grité más fuerte y más grave, levantando la cabeza, de modo que el tipo ya no era más alto que yo. Entonces me vomitó un insulto machista, y al instante se lo devolví con otro referente a su viejo cerebro y a su choto caído. Me empujó para callarme, levemente atontado por el insulto, y se lo devolví con fuerza. Entonces me quiso cachetear, pero lo desvié y le pegué con mi puño. Yo, mujer joven, le pegué en la cara a un viejo, que se sintió herido más en su orgullo que en otro lado, y me devolvió la agresión sosteniéndome de los brazos, como a una chiquilina. Lo pateé y lo empujé, alguien me sostuvo por atrás, seguí pateando, y el viejo se cayó al piso. Pero seguía insultándome así que me solté y lo pateé en el estómago unas cuatro o cinco veces más. El viejo en el piso se retorcía. Alguien llamó a la policía. Escupió sangre. Me sentía transformada, poderosa, grande, y con ganas de pegarle más, pegarle hasta achicarle la soberbia. Sentía que hervía, que mis ojos eran fuego y que era invencible como Hulk.
Y le dije:
-Si tuviera un palo te lo pegaba en la cabeza ahora mismo y te mataba, viejo de mierda.
Y sentí el placer de hacerlo, de reventarlo a palazos hasta su muerte. La magnitud de mi rabia, enroscada entre mis tripas, era fuerte, tensa, profunda.
Ahí, justo ahí, fue cuando me asusté. Y me di cuenta de que debía sacarme eso de adentro o me seguiría persiguiendo la pulsión de reventar a alguien a trompadas, aunque no me quede la duda de que puedo.
-¡Si YO tengo razón!
Doblé, sin chocar ni rozar al otro auto, y estacioné.